martes, 28 de febrero de 2023

Ross Douthat alerta en el «New York Times»: inquietantes datos sobre la tristeza de los adolescentes

Ruptura familiar, abandono de la religión,
fallida socialización a través de las redes...


La disgregación familiar, el abandono de la religión, las formas destructivas de socialización... muchas causas confluyen a un resultado: cada vez los jóvenes sufren más la depresión y se suicidan con mayor frecuencia. 

Ross Douthat (San Francisco, 1979) es uno de los creadores de opinión de referencia en el ámbito conservador estadounidense, columnista en The New York Times desde 2009.  De orígenes familiares pentecostales, se convirtió al catolicismo en su adolescencia.

Una adolescencia que vivió cuando estaban vigentes unos parámetros sociales que han cambiado mucho. Y no para bien, a tenor de las estadísticas sobre tristeza y depresión juveniles que analiza en su último artículo en el diario neoyorquino:

Los adolescentes estadounidenses son realmente tristes. ¿Por qué?

Los adolescentes estadounidenses, y especialmente las adolescentes, son cada vez más desgraciados: más propensos a tener pensamientos suicidas y a actuar en consecuencia, más propensos a sufrir depresión, más propensos a sentirse acosados por "sentimientos persistentes de tristeza o desesperanza", por citar un informe de una encuesta de los Centers for Disease Control and Prevention [Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades].

Los adultos de todas las épocas tendemos a preocuparnos por el estado de la juventud en relación con los buenos tiempos en que nosotros mismos éramos jóvenes y llenos de promesas. Pero en el debate sobre estas tendencias psicológicas, los alarmistas llevan las de ganar: como ha referido Jonathan Haidt, de la Universidad de Nueva York, uno de los principales alarmistas, en un indicador tras otro se puede ver un punto de inflexión a principios de la década de 2010, donde comienza un oscurecimiento que continúa hasta hoy.

Haidt cree que el principal instigador es el auge de las redes sociales.

Otros candidatos causales, enumerados por Derek Thompson de The Atlantic en sus útiles ensayos sobre el tema, tienden a tener un sesgo ideológico más fuerte: un progresista podría apuntar a la ansiedad de los adolescentes sobre el cambio climático o los tiroteos en las escuelas o el ascenso de Donald Trump; un conservador podría insistir en que son los efectos nefastos de las políticas de identidad o del aislamiento creado por el confinamiento debido al covid.

En general, creo que si buscas una única explicación, Haidt expone las mejores razones.

El momento justo de esa tendencia en la salud mental encaja con la creciente sustitución de la socialización personal en favor del teléfono inteligente, mientras que el Gran Despertar [el movimiento woke] y el trumpismo son cronológicamente posteriores. Y el coronavirus exacerbó el problema sin ser un cambio decisivo.

Mujer sosteniendo un teléfono móvil.

Muchos adolescentes socializan cada vez más a través del teléfono móvil, en detrimento de las relaciones personales reales: Daria Neprakhina / Unsplash.

Dejando a un lado los datos, habiendo vivido la revolución on line como participante y , al mismo tiempo, como padre, parece obvio que las redes sociales han empeorado la experiencia de la entrada en sociedad en comparación con los felices años 90, creando una "sensación de otra conciencia que está soldada a la tuya y que tiene voz y voto todo el tiempo", como escribió recientemente mi  amigo Freddie deBoer, adolescente también en los 90, lo que hace que la autoconciencia general de la adolescencia sea mucho más brutal.

Pero cuando se analizan los efectos de un choque tecnológico también es útil analizar la sociedad que existía justo cuando llegó el choque.

En Internet "podríamos haber construido cualquier tipo de mundo", escribe Thompson. "Pero hemos construido este. ¿Por qué nos hemos hecho esto a nosotros mismos?". Una respuesta es que las redes sociales entraron en un mundo que estaba experimentando el triunfo de un cierto tipo de progresismo social, al que la nueva tecnología sometió a una prueba de estrés en la que ha fracasado de forma notoria.

Por "progresismo social" no me refiero al progresismo que despegó en la era Trump: antirracismo y diversidad-igualdad-inclusión y #MeToo. Me refiero al progresismo más individualista que surgió en la década de 1960 y experimentó un segundo despegue a lo largo de la primera década del 2000.

Sus rasgos definitorios fueron la rápida secularización (el declive de la identificación cristiana se aceleró a partir de la década de 1990) y la creciente permisividad social y sexual, que se extendió más allá del apoyo al matrimonio entre personas del mismo sexo a las creencias sobre el sexo prematrimonial pasando por el divorcio, la maternidad fuera del matrimonio, el consumo de marihuana y más.

En los primeros años de la administración Obama, muchos progresistas asumieron que estas tendencias eran positivas y saludables, o al menos sostenibles y manejables. No estaban produciendo el desorden social que los conservadores siempre temen, la delincuencia era baja y el declive de la familia biparental podía tratarse principalmente como un problema económico, y los Estados Unidos demócratas (o al menos los Estados Unidos demócratas de clase media alta) parecían estar equilibrando con éxito la libertad moral y la responsabilidad personal.

Pero entonces la revolución de los teléfonos inteligentes pidió a las personas crecidas en estas condiciones -crecidas con menos estabilidad familiar y escaso apego a la religión, con un fuerte énfasis en la 'creación' de sí mismos y una fuerte hostilidad a la "normatividad"- que entraran y forjaran un nuevo mundo social.

Y salieron y crearon el mundo en línea que conocemos hoy, con su movimiento que, de una punta a otra, se movía entre los extremos del narcisismo tóxico y la solidaridad de la turba, su lenguaje terapéutico desvinculado de la comunidad real, su conspiracionismo y sus manías ideológicas, su miseria mimética y su catastrofismo desesperado.

Todo ello ha hecho que el progresismo social parezca mucho más insostenible y autodestructivo que en 2008. Está amenazado, no solo por el radicalismo político y el retorno del desorden, sino también por un colapso de las relaciones familiares y sentimentales e incluso sexuales, una terrible atomización y temor existencial, una búsqueda de dioses cada vez más extraños.

Si usted se sentía cómodo con el mundo de los primeros años de la era Obama, tiene mucho sentido centrarse en el choque tecnológico que nos ha traído hasta aquí, lamentarlo e intentar alterar sus efectos.

Pero esos efectos también deberían dar lugar a un escrutinio más profundo, porque lo que parecía estable y exitoso hace quince años ahora se parece más a un árbol ahuecado que se mantiene en pie sólo porque los vientos eran suaves, y está esperando que el iPhone se levante, reluciente, como un hacha.

ReL

Traducido por Helena Faccia Serrano.

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