Es difícil retener la mano que busca vengarse…
Hoy Jesús me pide algo que me parece imposible, que ame al que me odia: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada”.
Me pide amar, hacer el bien, bendecir y orar. Me parece todo tan complicado… Me pide que haga todo eso pensando en quien me odia y no me quiere, en quien desea mi propio mal, en quien me ignora. Quiere que desee su bien.
Tal vez es necesario que aprenda a perdonar el mal causado. Si no lo hago así, es imposible amar bien. Y querer al que no me quiere.
David era perseguido por el rey Saúl. De forma injusta es rechazado. Se siente herido y huye porque teme perder la vida. Y parece que Dios le pone en bandeja la venganza, la salvación: “Dios te pone el enemigo en la mano. Voy a clavarlo en tierra de una lanzada; no hará falta repetir el golpe”.
Puede acabar con esa persecución injusta. Puede obtener la venganza soñada. Puede vencer al que le ha herido. Puede ser rey. Saúl se había convertido en su enemigo. ¿No le ponía Dios en su mano la venganza?
Dios no desea la venganza. Pero el hombre sí. La venganza es el deseo de resarcirme del daño recibido.
He sido herido y mi corazón clama venganza. Quiere herir al que me ha herido. Así suele ser en la vida. Si he recibido un daño, quiero que el que me lo ha causado sufra algo peor incluso.
La ley de talión exigía un castigo proporcional al crimen cometido. Es el primer límite impuesto a la venganza. Porque esta podía no ser proporcional al mal recibido.
Jesús va más allá. No sólo quiere que la venganza sea proporcional. Simplemente no quiere que haya venganza.
El corazón cristiano no cree en la venganza. Cree en hacer el bien, no el mal. Y la venganza me habla de crueldad, maldad, odio, rabia. El corazón herido quiere venganza.
Jesús nunca se vengó de los que querían su mal. Devolvió bienes a cambio de males. Amor al ser odiado.
Hoy miro mi corazón herido. ¿Tengo enemigos? Pienso en mi vida. No, no tengo enemigos. Es mi primera respuesta.
¿Alguien me ha hecho el mal? ¿Alguien ha deseado mi mal? Pienso en mi historia. ¿Todos hablan bien de mí? No. Pero tal vez tampoco me odian. ¿Quién entra en la categoría de enemigo? Puede que no encuentre a nadie que quiera mi mal.
¿Yo deseo el mal de alguien? Pienso en mis heridas. Me han causado daño. Algunos sin intención. Otros intencionadamente.
¿He sentido en mi corazón alguna vez el deseo de venganza? Se han reído de mí. Me han criticado por mis palabras. Han juzgado mis actos. Me siento dolido. Brota el rencor del alma.
A veces me creo que no tengo nada que perdonar. Me equivoco. Siempre hay algo. Alguna herida o desprecio. Esperaba más o algo distinto. Mis expectativas no se vieron satisfechas.
Comenta el papa Francisco: “Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras ‘certezas’: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas”.
Surge el odio porque amenazan mi seguridad. Me siento atacado a menudo sin serlo. Yo espero más. No entiendo las decisiones de los otros. O simplemente no las comparto. Surge la ira, la rabia, el deseo de venganza.
¡Cuánto daño me hace odiar! Guardo un rencor profundo. Tengo la herida tapada para que no duela. Y me creo que ha desaparecido.
Pero súbitamente, al recordar lo que un día sucedió, vuelve el mismo sentimiento de rabia. Quiero que sufra aquel que no me quiere. ¿Cómo puede pedirme Jesús que lo ame?
“Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen”.
Veo una montaña ante mis ojos. Olvidar me cuesta mucho. Perdonar me parece imposible. Bendecir está lejos de mi alcance. Desear su bien. Amar. Todo demasiado duro. No me siento capaz.
¿De dónde procede el perdón? De Dios. Sólo Él puede darme lo que necesito.
Quiero un corazón puro y virgen que no busque la venganza ni el mal de nadie. Un corazón que no guarde rencor de forma permanente.
¿Cómo se cambia el propio corazón? Estoy muy lejos de bendecir. Tantas veces maldigo. Estoy lejos de amar bien al que me odia. Como mucho lo aparto de mi vida para no recordar cada día cuánto odio tengo dentro de mí.
Necesito purificar mi corazón. Haciendo el bien al que no me ha querido. Amando al que me ha despreciado. Bendiciendo. Hablando bien de él.
Vivo pensando en lo que los demás hacen. Vivo deseando lo que no tengo. Y surge el odio dentro de mí. El odio me hace daño. Me envenena.
Hacer el bien, hablar bien, bendecir. Todo eso me llena de luz, de alegría, de paz. Dejar de hacer el mal que está ante mis ojos.
Es difícil retener la mano que busca vengarse. Echo marcha atrás. Guardo mi puñal. Dejo de causar daño. Guardo silencio.
No necesito herir. Es innecesario. No me sana, no me libera, no me llena de esperanza. Todo lo contrario. El mal deseado y realizado llena mi alma de odio y rencor. Mi enemigo sigue siéndolo. Es fuerte esta palabra.
Pienso en las personas que no me buscan, en aquellos a los que no les intereso. No son mis enemigos. Pero no los amo.
Pienso en los que hablan mal de mí. Tampoco los odio. No son los más cercanos. Pero no deseo su mal. Su rencor es de ellos. Igual que su odio. No es mi rencor, no es mi odio. No me pertenece.
Yo quiero amar siempre. Y no quiero estar lastrado por el peso del odio. No viene de Dios.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
No hay comentarios:
Publicar un comentario