Pero quizás quieras esperar hasta que sean lo bastante mayores como para entender las normas de una pelea justa.
Si me dieran un dólar cada vez que digo “Niños, por favor, ¡podéis parar de pelear!”, probablemente podría pagar mis préstamos universitarios. En serio, mis hijos se pelean constantemente.
La mayoría de las veces no se pelean por algo real, sino por alguna grosería imaginaria o la percepción de una agresión. “Es que me está mirando” es un recurrente inicio de discusión, al igual que “¡Me tocaba hablar a mí y ha empezado él!”.
Si tuviera tiempo y espacio para analizar sus discusiones, estoy segura de que descubriría que, en realidad, luchan por algo real, como el desarrollo de sus nociones de justicia o su floreciente autonomía o cosas así. Pero no tengo tiempo ni espacio. Tengo cinco hijos. Así que les suplico que dejen de pelearse porque no puedo manejarlo de otra forma.
Por suerte (¿o por desgracia?) para mí, según parece, la tensión y la discusión son habilidades esenciales para fomentar la creatividad. Sí, en serio. Véase el testimonio de Adam Grant, de The New York Times, en su artículo Dejen pelear a los niños, cuyo título ya despierta el temor en los corazones de madres de todo el mundo:
“Presenciar discusiones y participar en ellas nos vuelve más resistentes. Desarrollamos la voluntad de pelear batallas a contracorriente y nos da la habilidad de ganarlas, así como la resiliencia de perder una batalla hoy sin perder nuestra determinación a futuro. (…)
Si nadie discutiera jamás, muy probablemente no renunciaríamos a viejas formas de hacer las cosas, y ni hablar de intentar probar nuevas. Los desacuerdos son el antídoto para el pensamiento grupal. Cuando estamos fuera de sincronía estamos en nuestro punto más imaginativo. No hay mejor momento que la niñez para aprender a repartir palos y a recibirlos”.
Fíjate tú. Vale, lo entiendo. Entiendo que los hermanos Wright diseñaran su doble hélice pionera después de semanas de contiendas a voces, pero os garantizo que su madre no estaba en la misma habitación durante esas peleas intentando pagar facturas o hablar por teléfono. Segurísimo que no. Porque si hubiera estado, ese avión nunca se habría diseñado y todos estaríamos usando trenes bala en vez de aviones nocturnos.
Entiendo que la creatividad florece en medio del conflicto, que la resiliencia se aprende a través de los conflictos y de su resolución, y que el pensamiento de grupo es algo malísimo.
Por un lado, me encanta la idea de enseñar a mis hijos a tener desacuerdos saludables. De hecho me encantan las reglas que se establecen en el artículo para esos desacuerdos:
- considera la discusión como un debate, no un conflicto
- argumenta como si estuvieras en lo correcto, pero escucha como si estuvieras equivocado
- interpreta la perspectiva del otro de la manera más respetuosa
- reconoce los puntos en los que coincides con tus críticos y lo que has aprendido de ellos.
Por otro lado, solo imaginar la aplicación práctica de estas reglas me da acidez de estómago. Daré por supuesto, a pesar de la imagen que encabeza este artículo, que el público infantil objetivo es algo mayor de 5 años, por el bien de mi cordura (y la de los lectores). Pero para niños mayores esto suena estupendo.
Con un niño en el umbral de la adolescencia, me parece que poner por escrito estas normas en nuestra cocina es una forma magnífica de arbitrar nuestras discusiones antes de que se desmadren. Es una norma externa a la que todos podemos acudir en el calor del momento y que quizás evite que las discusiones desciendan a acusaciones e ira.
Y si mis hijos me salen súpercreativos y resilientes, pues eso que aplicamos.
Este artículo fue publicado originalmente en la edición inglesa de Aleteia , y ha sido traducido y / o adaptado aquí para lectores de habla española.
Calah Alexander, aleteia
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