"Hacer penitencia sin orgullo es elegir la humildad de la mansedumbre", recomendaba santa Sinclética, monja y madre del desierto del siglo IV
Entre los padres del desierto había “madres del desierto”, mujeres valientes que no temían adentrarse en el desierto, viviendo de la dura ascesis y la penitencia de los primeros monjes, aunque sabiendo atemperarla con cierta dulzura. Precisamente de mansedumbre nos habla santa Sinclética en una de sus frases.
Los solitarios mencionados en los Apophthegmata de los padres del desierto libraban una guerra encarnizada contra todo lo que se asemejara a comodidad y facilidad. Practicaban largos ayunos y vigilias frecuentes, e incluso llevaban instrumentos de penitencia (cilicios y cinturones de hierro).
Duro consigo mismo
Es comprensible que entre estos monjes reinara cierta dureza, dureza contra ellos mismos, por supuesto, pero también a veces contra sus vecinos. Las relaciones no siempre eran tiernas entre estos luchadores, que se ofendían a la menor aflojada. En medio de este mundo, Sinclética aportó un sentido del equilibrio sin disminuir en absoluto su celo por la penitencia:
“Imita al publicano, no sea que seas condenado con el fariseo. Y elige la mansedumbre de Moisés para que tu corazón, que es una roca, se convierta en un manantial de agua”.
(Sentencia n. 19)
No hay dulzura sin humildad
La oportuna evocación de la parábola del publicano y el fariseo en el Evangelio nos recuerda la necesidad de humildad en todo aquel que desee servir a Dios. El desierto exigía virtudes heroicas, pero existía un gran peligro de confiar en las propias obras hasta el punto de gloriarse de las hazañas ascéticas.
San Antonio ya había tenido que luchar para recordar a sus discípulos que lo que toca el corazón de Dios es sobre todo la caridad, que a veces practican mejor los seglares que los monjes.
Sinclética muestra el vínculo entre humildad y mansedumbre. Para ello se sirve de la figura de Moisés que, según el testimonio de la Escritura (Núm 12,13), era un hombre muy manso, “el más manso que ha dado la tierra”.
Sin embargo, era un jefe del pueblo, que tenía que imponerse en circunstancias dramáticas, pero cuando era necesario, como en el episodio que da lugar a esta cita, sabía hacerse a un lado, incluso frente a su hermano Aarón y su hermana Miriam, que le tenían celos. Fue Dios mismo quien tuvo que salir en su defensa.
Las dulces lágrimas del amor
Sinclética nos invita a un “cambio de corazón” y, retomando la imagen de Jeremías, contrapone el corazón de carne, el corazón sensible, al corazón duro, el corazón de piedra.
Con ella, el corazón de carne se convierte en una fuente de vida, el corazón líquido del que hablan los místicos.
Las dulces lágrimas de la infinita compasión del amor cubren multitud de pecados… ¡Gracias, Sinclética, por compartir este tesoro con nosotros!
;+pmSophie Baron, Aleteia
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