Puede que criticar a otros te haga sentir mejor, pero sólo reconocer el propio pecado y sentir el perdón te hace más humilde y mejor
Carlos Padilla Esteban | Abr 13, 2019
Critico. Juzgo. Ataco, hiero, condeno. A las espaldas de los demás. En el silencio de mi pecado. Oculto en las sombras. No soy directo para decir a los demás lo que pienso.
Juzgo anónimamente. Con rabia, con envidia, con celos, con ira. Juzgo al que lo hace mal porque su pecado me parece espantoso.
Tengo mis intenciones. Hago que resalten sus pecados para que el mío pase desapercibido. ¡Qué débil soy!
Dios sabe que estoy en camino, como dice san Pablo. Tengo ya la salvación. Pero aún no. Jesús ya murió por mí. Pero yo tengo que morir para dar vida.
Ya poseo lo que tanto anhelo. Pero todavía no es mío plenamente. La vida no consiste en recibir algo y ya está. Estoy en camino. Voy corriendo hacia la meta. Lucho por llegar a mi destino final. Soy pecador y estoy en camino. No he sido condenado.
Decía el Padre Kentenich: “Nuestra propensión al pecado, porque a causa del pecado original muchas cosas se han enfermado en nosotros. Pero la meta es siempre la misma”.
Conozco mi pecado, pero no dejo de mirar el ideal. Miro a lo alto. Sé que mi carne está enferma. Mi alma en desorden. No me compadezco de mí mismo y no condeno al que no actúa como es debido.
Quisiera no pecar más en adelante, eso lo sé, no pecar como me pide hoy Jesús. Pero es imposible. Me cuesta creer en el perdón.
Y puedo caer en el escrúpulo al que ser refiere el Padre Kentenich: “Claro, podemos confesarnos, pero a veces dudamos ¿se nos habrán perdonado efectivamente los pecados? Por eso, ¡a confesarse de nuevo y volver a confesarse!”.
Me cuesta creer en su misericordia porque yo mismo no me perdono. Dudo. Guardo el dolor por mi caída. Mi orgullo herido. Pensaba que nunca iba a cometer errores. Fui débil. Dejé manchada mi alma.
Mi corazón anhela hacer las cosas siempre bien y vivir en paz. Para sentirme así orgulloso de mí mismo. No lo logro. Soy débil. Caigo de nuevo.
Otra vez mi piel manchada. No soy inmaculado. No soy del grupo de los puros, de los justos. Condenar a otros me da paz. Me hace sentirme mejor. No es el camino.
El pecado reconocido y perdonado en mi alma me hace más humilde. Soy salvado por Jesús. No soy todopoderoso. No soy yo el salvador, como decía el papa Francisco: “El redentor es uno solo y murió crucificado”.
Yo no salvo a nadie. No estoy por encima de nadie. No soy mejor que los otros. Por eso no dejo de luchar por llegar a la meta. Me llevará toda la vida, pero no me desanimo.
Quiero caminar para llegar más lejos. Quiero luchar para no perder la vida. Quiero seguir hasta donde pueda. Puedo tropezar y caer. Lo sé. No me importa. No dejo de intentarlo. Una y otra vez.
¿Convertirá por fin Jesús mi corazón? Necesito una conversión profunda. Una Cuaresma santa que cambie mi alma. Una Semana Santa en la que Jesús se abrace a mi cruz para salvarme.
Estoy arrepentido de mis faltas. Volveré a caer, conozco mi alma. Y me confesaré muchas veces de nuevo de lo mismo. No quiero asumir que no tengo nada que hacer para mejorar mi vida.
No quiero tirar la toalla y decir que no puedo luchar contra mis tendencias y pecados. Claro que puedo ser mejor persona. Puedo dejar que Dios entre en mi alma y limpie lo que está sucio y ordene lo desordenado.
Él puede hacerlo si yo le dejo la puerta abierta. Puede si asumo que mis pecados no son una roca que no puedo superar. Camino. Lucho. Creo.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
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