Confía siempre de nuevo: aunque no siempre lo veas, tu vida descansa en Dios
A veces sucede algo en mi vida y en ese momento no lo comprendo. Es como caminar en el bosque, en medio del claroscuro, entre árboles. Es difícil ver muchas cosas.
Cuando salgo al claro y me elevo en la altura, veo con más claridad. Y encajan las cosas que antes no encajaban. Se me abren los ojos. Y comprendo lo que sucedió, lo que no comprendí en su momento.
Veo entonces mi vida como una historia de luz. Y los momentos de oscuridad, o los que no comprendo, forman parte de esa historia de luz que descansa en Dios.
¡Cuántas veces me gustaría verlo todo claro! En el cielo acabaré de entender lo que aquí no entiendo. Pero a veces, en medio del camino, ¡qué paz me da ver ciertas cosas cuando rezo y miro hacia atrás con ojos limpios!
Miro mi camino agradecido. Veo a Aquel que caminaba a mi lado aunque no lo veía. Veo a Jesús animando en mi alma, mientras no me daba cuenta. Así es en mi vida. Recibo una luz sobre algo que me sucedió. Una palabra que había guardado y de repente se llena de vida. Veo el camino recorrido.
Me gustaría confiar más en medio de la noche, cuando no veo y me confundo. Confiar aunque no entienda todo. Sé que aunque no lo vea, mi historia descansa en Dios. Aunque no lo toque Él va conmigo.
Mi historia es una historia de amor, una alianza con Dios. Siempre es así. Un camino de luz. Una historia sagrada.
A veces me duele el alma cuando algo se rompe. Pierdo algo que pensaba que estaría siempre allí. Un trabajo. Una creencia muy arraigada. O pierdo a una persona a quien amo. Y no lo comprendo. Quiero que todo siga igual. Que nada cambie.
Busco a menudo pruebas para creer en Jesús. Pero el signo verdadero es Jesús. Su amor imposible. Su ternura. Sus palabras de consuelo. Es el signo de Dios.
Muchos no creen. Pero otros sí. Necesito signos para creer. Señales, pruebas evidentes. Necesito que Jesús me muestre que está a mi lado.
Es verdad que al sentir el vacío y el miedo, la soledad y la angustia, su voz me calma: “No tengas miedo”. Pero me asaltan las dudas. Me falta fe.
Quiero signos que le den autoridad. Quiero que me muestre dónde está en mi dolor. Quiero que me haga ver su poder. Su gracia. Su misericordia infinita. No lo veo.
Es verdad lo que me dice el padre José Kentenich: “Nuestra salvación no está en confiar en medios mundanos, en la frágil caña del favor popular, en la protección tan caramente pagada de los poderes terrenales; ni tampoco está en el servilismo para con la opinión pública, ni en los coqueteos con los manejos del mundo”[1].
El mundo teme la fe que no se puede doblegar. La fe encarnada en mi entrega. Teme el corazón del hombre al que no puede someter, ni controlar.
Si mi seguridad no la pongo en las cosas del mundo sino en Dios, seré insobornable. No estaré dispuesto a dejarme comprar por nadie. Seré libre.
No quiero pedir más signos. Un corazón que pide signos no se fía y no es de fiar. Porque alguna vez no veré signos. Y mi fe decaerá.
Es como el amor al que se le piden siempre pruebas de su fidelidad. Alguna vez caerá. Y no podrá probar su amor.
Cuando continuamente le exijo pruebas de su amor a quien me ama, puede que me quede solo. Porque el camino es largo. Y la debilidad es grande.
Por eso Jesús me anima a creer sin ver signos. A confiar sin que me demuestren que me aman. A amar sin esperar ser amado en la misma medida.
Temo perder el camino buscando explicaciones. Del mal, de mis desgracias. O pidiendo pruebas de la fidelidad a un Dios que ha venido a dar su vida por mí.
Tal vez es que soy desconfiado. No me fío de los que dicen amarme y ser fieles. Puede que conozca el corazón humano. Pero eso no basta.
Jesús me invita a confiar siempre de nuevo. Una y otra vez, setenta veces siete, hasta el infinito. Quiero fiarme del amor de Dios. Buscarle en todo lo que me pasa.
Comenta el Padre Kentenich: “Cuando la fe en la divina Providencia cala en nosotros hasta la médula, convirtiéndose en una segunda naturaleza, en todas partes nos veremos rodeados por pequeños mensajeros y mensajes de Dios. San Buenaventura habla de señas de Dios; san Agustín, de manos que Dios nos tiende. La Santísima Virgen pensaba qué saludo era aquél; luego pregunta: ¿Cómo sucederá esto? Y finalmente da un ‘sí’ de corazón: – Aquí está la esclava del Señor”[2].
Es la actitud que quiero vivir. Hay tantos signos de su amor en mi camino… Pero yo busco grandes señales, grandes milagros.
Me olvido de su lenguaje cotidiano. De su amor concreto. De sus gestos insignificantes. De sus detalles que si no me detengo en el silencio apenas los percibo.
Quiero tener más fe. Una fe concreta, hecha vida. Una fe que no necesita grandes pruebas para seguir esperando. Una fe que se alimenta de la vida de cada día. Cuando camino de la mano de Dios y confío.
Esa fe de los niños que se fían. De los hombres que llevan a Sancho en el alma y a Quijote en el corazón. Tocan la vida y no dejan de soñar. Acarician lo concreto y siguen esperando las altas cumbres.
Quiero vivir así, descifrando los signos del tiempo en el que Dios me habla. No necesito pruebas. Las tengo todas.
En mi vida, cuando miro sus huellas en las mías, no puedo dejar de creer. Jesús viene a mi camino para sujetar mis pasos. Y abrazarme por la espalda y darme ánimos. Y decirme que soy lo más valioso. Que me quiere con locura.
Es la fe confiada. Medito todo en el corazón como María. Y allí encuentro la respuesta a sus preguntas. Dios me dice que confíe. Porque ha vaciado mi alma de mercaderes. Y en el silencio puedo escuchar su voz.
[1] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[2] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
Carlos Padilla Esteban, aleteia
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