La Cuaresma es un tiempo propicio para la conversión de vida a Dios y para dejarse reconciliar con Dios. Como en el caso del hijo pródigo, Dios está esperando siempre a que regresemos a la casa del Padre, sale a nuestro encuentro y nos ofrece el abrazo del perdón amoroso mediante la Iglesia en el sacramento de la Penitencia. Quien conoce la profundidad del amor de Cristo y de la misericordia del Padre, siente la insuficiencia de sus respuestas, el dolor por la propia infidelidad al amor de Dios y la urgencia de conformarse cada vez más con la caridad de Cristo.
Para hacer una buena confesión y recibir con fruto el Sacramento de la Penitencia, se requieren algunas condiciones:
1) Examen de conciencia. Antes de confesarse, el penitente ha de prepararse ante todo con la oración comparando su vida con el ejemplo y los mandamientos de Cristo y pidiendo a Dios el perdón de sus pecados. El examen de conciencia ha de hacerse con actitud de discernimiento; no se trata de una ansiosa introspección sicológica, sino de una confrontación sincera y serena con la ley moral interior, con las normas evangélicas propuestas por la Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, nuestro maestro y modelo de vida, y con el Padre celestial que nos llama al bien y a la perfección. Todos hemos de examinar nuestra conciencia antes de acercarnos al confesor. No lo hará igual el niño que el adulto o el casado que la persona consagrada a Dios con los votos. Todos somos pecadores y tendremos que dedicar un tiempo, el necesario, al examen de conciencia.
2) Dolor de los pecados. Este es el acto esencial de la penitencia por parte de quien se confiesa. Supone “un rechazo claro y decidido del pecado cometido junto con el propósito de no volver a cometerlo por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento” (Reconciliatio et Paenitentia, 31, III). De esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia. El rechazo claro y decidido del pecado no es la imposibilidad de volver a pecar, sino la voluntad firme y decidida de no volver a hacerlo porque se está arrepentido, se tiene verdadero dolor por los pecados cometidos y se rechazan. Es la firme voluntad de no volver a cometerlos y el dolor por haberlo hecho, sabedores de que con el pecado marginamos a Dios, no correspondemos a su amor.
3) Confesión de los pecados. Para recibir con fruto el remedio que nos aporta el sacramento de la Penitencia, el fiel debe confesar todos y cada uno de los pecados graves que recuerde después de haber examinado su conciencia. Además es también muy útil confesarse de los pecados veniales. En efecto, no se trata de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio sicológico, sino de un constante empeño en perfeccionar la gracia del Bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en nosotros la vida de Jesús (cf. Ritual 7). Acusar los pecados propios es exigido ante todo por la necesidad de que el pecador sea conocido por el confesor, el cual debe valorar tanto la gravedad de los pecados como el arrepentimiento del penitente y debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo. Todo el sacramento de la Penitencia se entiende y cobra pleno sentido desde la caridad teologal. Descubrir el propio interior, sobre todo cuando se trata de miserias personales, del propio pecado, causa rubor. Pero se torna ‘ambiente familiar’ cuando, al amor que Dios nos brinda, correspondemos dándole por amor nuestras miserias. Para ello es necesario ver a Cristo en el sacerdote.
4) La absolución de los pecados. Es el confesor quien, en nombre de Cristo y por su poder, únicamente puede perdonar los pecados. “La absolución que el sacerdote, ministro del perdón -aunque él mismo sea pecador-, concede al penitente, es el signo eficaz de la intervención del Padre en cada absolución y de la Resurrección, tras la muerte espiritual, que se renueva cada vez que se celebra el sacramento de la Penitencia. Solamente la fe puede asegurar que en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por el misterio de la intervención del Salvador” (Juan Pablo II).
5) Satisfacción o cumplir la penitencia. No es la multa que hay que pagar por haber infringido la ley, ni el precio que se paga por el pecado absuelto y el perdón recibido, ni expiación por la culpa cometida. La penitencia es muestra del compromiso personal que el cristiano asume ante Dios de comenzar una existencia nueva y de que quiere unir su obra de penitencia a la Pasión de Cristo que le ha obtenido el perdón.
Acerquémonos debidamente preparados a la confesión. Es un encuentro excepcional con Cristo, que nos ofrece el perdón divino por medio de sus ministros.
Por Monseñor Casimiro López Llorente que es el obispo de Segorbe-Castellón.
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