Así descubrí cómo tenía que amar a mi mujer - y lo equivocado que estaba hasta ahora
Orfa Astorga, aleteia
Recuerdo bien cuando el diálogo en la consultoría familiar se volvió tenso, había acudido ahí condescendiendo con mi esposa, pensando más bien en dar lecciones sobre el por qué ella estaba equivocada.
Mi esposa creía que “algo” no funcionaba, cuando a todas vistas yo cumplía bien con todas mis responsabilidades como esposo. Admitía en todo caso ser solo “algo” impositivo, pero como lo propio de jefe de familia. Para mí, el problema solo consistía en que ella debía cambiar su forma de percibir nuestro matrimonio para revalorarme y ser feliz.
–Vera usted –afirme tajante al consultor familiar–. No hay familia perfecta, ni creo que la suya lo sea. Lo dije convencido al término de la tercera consulta en la que yo aún permanecía inamovible.
–Tiene usted razón –me contesto –. Y lo que no es perfecto se puede perfeccionar. Por lo que mejorar debe ser la lucha de todo matrimonio recomenzando siempre cada día, y para eso es necesario humildad. El matrimonio nunca está hecho.
– ¿Me está diciendo soberbio? …oiga usted, apenas me conoce.
El consultor corto de tajo mi reacción diciéndome: –No es mi intención que usted se dé por aludido de esa manera, pero el caso es que usted siempre ha esperado que los demás cambien mientras que ni siquiera se ha planteado hacerlo en primera persona.
–Vaya, pues que cambien los que están a punto de divorcio, que para nada es mi caso —le espeté.
–A propósito –agrego el consultor con seria expresión–. ¿Por qué no considera la posibilidad de divorciarse y volverse a casar?
– ¡Cómo! No entiendo… ¿divorciarme? ¿Volverme a casar? Pero… ¿que no es usted matrimonialista?
– Si… divorciarse, pero de sus propios juicios, para olvidarse de una esposa ideal que ha construido en su mente, y volver a casar… pero con la real, la que vive a su lado. Por lo que me ha contado tiene un óptimo desempeño como profesional, pero ese mismo desempeño no lo vive como esposo.
Se trata de descubrir cómo ella quiere ser amada, luego hágalo vida, y solo entonces lo revalorará plenamente como esposo para ser realmente feliz. Lo que le propongo es que piense menos en usted y más en ella.
Si para ser mejor esposo debe lavar platos… ¡lávelos!… si su esposa quiere que la acompañe al supermercado o a un evento especial… ¡acompáñela! Pregúntele por sus cosas, observe lo que le gusta, lo que la hace feliz. Aprenda a separar su rol de importante ejecutivo de su condición de esposo: con el primero solo logra dar cosas, que es una forma de querer ciertamente, pero con el segundo se da usted mismo y eso es lo que mantiene encendida con mayor intensidad la llama del amor.
Fue entonces que abrí mi alma y no necesite más… comprendí de pronto que la mía era una soberbia muy refinada, y mis faltas eran de omisión que provenían de no luchar por ser mejor desde el amor. Que ese ser “algo impositivo” en realidad era porque solía ver la paja en el ojo ajeno, y no la viga en el mío.
Desde entonces cuando creo haber metido en control un defecto, aparece otro; entonces no me sorprendo y recomienzo, pues ciertamente construir el matrimonio es tarea diaria y mejorar como persona es el único camino para lograrlo, y solo termina al final de la vida.
Un camino que lleva al cielo, y si todo lo vivido de cara a Dios tiene un valor de eternidad, entonces… ¿soberbia? ¿para qué? ¿de qué?
Así es que cada día me apoyo en algunos principios fundamentales, como:
- Buscar como practicar nuevas formas de servir a mi familia con un amor fecundo que sofoque mis rebeldías.
- Cuando mis seres queridos me riñan, siempre pensar: ¡Cuánto debo agradecer el que me amen!
- Luchar por evitar la discusión, y buscar la luz que suele apagar el apasionamiento.
- Ser consciente de que un instante de soberbia me puede derribar.
- Ante las faltas y errores por graves que resulten, no me dejare abatir perdiendo la paz: en vez de ello recomenzaré con más humildad, amor y determinación por superarme.
- No me creeré capaz de todo, y reconoceré en toda circunstancia el apoyo extraordinario de mi esposa y de mis hijos.
- La vanagloria es eso: gloria vana, me esforzaré porque ante mi familia y los demás mi yo no aparezca.
- La obediencia inteligente y por amor, siempre me dará paz.
- El mejor testimonio de mi fe ante mis hijos lo han de ser actitudes como: ponerme al último en mis gustos; morir a mi egoísmo; cuidarme de conversaciones mundanas; ser generoso con los desposeídos; soportar las flaquezas de mi prójimo; no criticar ni juzgar y… ¡tantas cosas más!
Que siempre te desagrade lo que eres, si quieres llegar a lo que todavía no eres. Pues cuando te agradaste a ti mismo, ahí te quedaste. Pues si dijeras “basta” en ese momento has perecido.
Crece siempre, camina siempre, avanza siempre, no te quedes en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes. Se queda quien no avanza; retrocede quien se vuelve a las cosas que ya había dejado. San Agustín.
No hay comentarios:
Publicar un comentario