martes, 14 de mayo de 2019

Si te has acostumbrado a ver la cruz y no “sientes nada” hacia ella, lee esto

El himno tradicional, y la oración y la contemplación que propone, pueden llevar nuestros corazones al Calvario. 

JESUS,CROWN OF THORNS

La primera vez que vi la película de La Pasión de Cristo, lloré. En el coche de vuelta a casa desde el cine, tuve que pedir a mis amigos que dejaran de hablar, no podía soportar una charla trivial después de ver tanta violencia dirigida hacia mi Salvador.
Sentí lo mismo la segunda vez. Y la quinta y la décima. Sin embargo, en algún momento, aquella paliza brutal se convirtió en algo familiar. Y de igual modo que me había endurecido hacia la verdad de la Pasión, se habían entumecido mis sentimientos hacia la adaptación cinematográfica.
Sencillamente, nos acabamos acostumbrando. Damos por sentado que Dios nació en un establo, ni siquiera nos paramos un momento a sorprendernos por su condescendencia. Pasamos con levedad por la resurrección de entre los muertos y la curación de los leprosos y apenas dejamos ver una lágrima cuando Dios es torturado para salvarnos.
He pasado muchas temporadas intentando encender en mi interior los sentimientos que una vez despertó en mí la Pasión. Y aunque la fe no es una cuestión de sentimientos, puede ser mucho más poderosa cuando confrontas realmente tu pecado y sus efectos sobre Jesús. Es el motivo por el que los artistas de pop cristiano cantan sobre la Cruz, la razón por la que gravitamos hacia imágenes de la Pasión y rezamos las Estaciones de la Cruz cada viernes. Queremos dejar atrás la indolencia y meditar de verdad sobre el sufrimiento y la muerte de Cristo.
Según el Stabat Mater, no hay mejor forma de hacerlo que ponernos a los pies de la Cruz con María.
Escrito en el siglo XIII, este himno resulta familiar para los católicos, ya que muchos han cantado sus primeros 14 versos en el rezo de las Estaciones de la Cruz. Sin embargo, estos versos son más que una música de transición mientras el Padre procesa por la Iglesia. En este himno latino, el autor nos invita, primero, a mirar a María y, luego, a la Cruz, para luego pedirnos que fijemos nuestros ojos en el Cielo.
El himno empieza pidiéndonos que apartemos la mirada de Jesús un momento para observar a su Madre. Parece contraintuitivo, alejarnos de Jesús para entender mejor su sufrimiento, pero cuando vemos su dolor reflejado en los ojos de su Madre, entonces se vuelve todavía más profundo. Aquellas espinas perforaban la frente que ella había besado en Belén. Sus rodillas ensangrentadas de caer bajo el peso de la cruz son las mismas rodillas que ella había vendado cuando se hacía daño de niño. Ahora, su Madre no puede sostener sus manos, atravesadas como están por clavos que las fijan a la Cruz.
Si tú, habituado como estás a la idea de la muerte de Dios, no puedes apenarte por su dolor, contempla el de ella. Piensa en las miles de madres que sostienen en brazos a sus hijos muertos hoy en día, y llora. Llora por un corazón roto, por un corazón atravesado por una espada. “Y ¿quién no se entristeciera, / Madre piadosa, si os viera / sujeta a tanto rigor?”, pregunta la canción, y creo que la respuesta es nadie. Nosotros, que miramos distraídos al Dios crucificado colgado de la pared de nuestro salón, tenemos que pararnos a considerar que dejó atrás a una madre que lo vio morir… por nosotros.
Después de ocho versos así, finalmente se nos invita a mirar de nuevo a Jesús, pero esta vez con espíritu de oración: “¡Oh dulce fuente de amor!, / hazme sentir tu dolor para que llore contigo. / Y que, por mi Cristo amado, / mi corazón abrasado / más viva en él que conmigo”.
Hemos olvidado cómo lamentar una tragedia que sucedió 2000 años antes de que naciéramos, así que le pedimos a ella, para quien el dolor aún es reciente, que vuelva nuestros corazones hacia su Hijo.
Y le rezamos: Madre, enséñanos a sufrir junto con Quien sufrió por nosotros. Enséñanos a lamentar nuestro pecado, por el cual fue crucificado.
Y ahí, junto a nuestra Madre Inmaculada, viendo el dolor que nuestro pecado le causó a Jesús, pero también a su Madre, aprendemos a llorar de nuevo. El dolor de la madre rompe nuestros corazones petrificados para que el dolor del hijo pueda transformar a la humanidad.
Por último, los versos nos guían hacia el Paraíso, suplicando que nuestra contrición aquí nos santifique, que la meditación ante la Cruz nos aleje del pecado y nos acerque al abrazo de Cristo, tanto aquí como en el más allá. Ese es el propósito último de nuestra oración, el propósito de todo lo que hacemos: volvernos suyos.
Si sientes entumecida tu compasión, si los crucifijos esterilizados y las Estaciones vagamente representativas no te inspiran, si ni siquiera La Pasión puede motivar una verdadera contrición o compasión en tu corazón, dedica algo de tiempo a meditar sobre el sufrimiento de María en la Pasión. Reza como dice el Stabat Mater: “Hazme contigo llorar”.
Al reflexionar sobre el sufrimiento de María y al pedirle que abra nuestros corazones a Cristo, ojalá nuestros corazones también sean atravesados por una espada para que se vuelvan más como el Suyo.
La Madre piadosa parada
junto a la cruz y lloraba
mientras el Hijo pendía.
Cuya alma, triste y llorosa,
traspasada y dolorosa,
fiero cuchillo tenía.
¡Oh, cuán triste y cuán aflicta
se vio la Madre bendita,
de tantos tormentos llena!
Cuando triste contemplaba
y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena.
Y ¿cuál hombre no llorara,
si a la Madre contemplara
de Cristo, en tanto dolor?
Y ¿quién no se entristeciera,
Madre piadosa, si os viera
sujeta a tanto rigor?
Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.
¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en él que conmigo.
Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí.
Hazme contigo llorar
y de veras lastimar
de sus penas mientras vivo.
Porque acompañar deseo
en la cruz, donde le veo,
tu corazón compasivo.
¡Virgen de vírgenes santas!,
llore ya con ansias tantas,
que el llanto dulce me sea.
Porque su pasión y muerte
tenga en mi alma, de suerte
que siempre sus penas vea.
Haz que su cruz me enamore
y que en ella viva y more
de mi fe y amor indicio.
Porque me inflame y encienda,
y contigo me defienda
en el día del juicio.
Haz que me ampare la muerte
de Cristo, cuando en tan fuerte
trance vida y alma estén.
Porque, cuando quede en calma
el cuerpo, vaya mi alma
a su eterna gloria.

Meg Hunter-Kilmer, Aleteia




















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