jueves, 21 de febrero de 2019

¿Cuántos hijos tener?, ¿cuándo tenerlos?, ¿puedo adoptar? Esto es lo que dice la Iglesia


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«Tener muchos hijos no puede ser visto como una elección irresponsable, pero no tenerlos, eso sí que es una elección egoísta» — Papa Francisco.
Soy el menor de 12 hijos. Con mis 11 hermanos, le dimos a nuestros padres 65 nietos, de los cuales 6 son adoptados. Y creo que nos quedamos cortos. Claro, la particular locura que aqueja a la familia D’Angelo no es apta para cualquiera, lo comprendo perfectamente. Pero si me preguntan, lo recomendaría enfáticamente: no dejen de tener hijos, es la más maravillosa de las aventuras.
¿Cuántos hijos hay que tener?, ¿cuándo hay que tenerlos?, ¿se puede adoptar? Todas estas preguntas surgen cada vez que un matrimonio católico que quiere hacer las cosas «como Dios manda» comienza, y la respuesta a cada una de esas preguntas es un mundo de diferencia de acuerdo a cómo fuimos criados, a nuestra historia personal, y a nuestra forma de ser. 
¿Por qué hay tantas «respuestas» a estas sencillas preguntas? Porque cada matrimonio está hecho de dos personas, y esas dos personas tienen que decidir, en conciencia y frente a Dios. Cuántos hijos pueden tener, y en base a esa decisión ajustar muchas cosas en su relación conyugal para que esa decisión sea, mediante la Gracia, un hecho concreto.
Y luego de tomada esa decisión, y puestos los medios para conseguirlos, ocurren dos cosas: que efectivamente puedan tenerlos, porque muchas veces nos hacemos un hermoso plan en la cabeza pero Dios tiene otro plan, (siempre mucho mejor para nosotros). Y por otra parte, que aceptemos ese plan de Dios con generosidad y alegría. ¿Parece complejo? ¡No lo es! Veamos en una pequeña galería qué es lo que significa este aparente laberinto.

1. Nuestros hijos son fruto de la superabundancia de nuestro amor

En el Génesis, cuando Dios decide crear al hombre, lo hace «a imagen y semejanza de Dios los creó, varón y mujer los creó» (Gn 1, 26) ¿Qué significa esto? Que fuimos creados de la superabundancia del Amor Divino, y en ese modo de crear somos iguales a Dios. Nuestros hijos nacen de la superabundancia de nuestro amor. Cada acto de amor conyugal es reflejo del amor del Padre, y por esto tiene que ser un acto generoso, desinteresado, entregado y abierto a la vida.
De ese modo, cuando nuestros hijos nazcan, podremos decirles con amor: te amamos desde el día uno de tu existencia. Nuestros hijos se sienten seguros cuando nos amamos como esposos, porque saben que de ese amor nacieron ellos.

2. Cada hijo es fruto de un diálogo de amor 

Como Dios al crear al hombre comenzó con un diálogo entre las Personas Divinas, nuestros hijos son fruto de un diálogo de amor entre tú y tu cónyuge. Y ese diálogo no es solamente «físico», sino que es parte de un diálogo total, que involucra a los dos cónyuges en una entrega generosa para buscar el bien del otro. El diálogo es además de físico, un intercambio de pareceres, en el que cada uno puede expresar sin miedos ni tapujos lo que piensa, siente y desea.
Entonces ya no se trata de imponer mi voluntad sobre el otro, sino de generar un un diálogo abierto y generoso. Indagar cuáles son las necesidades de mi cónyuge, y cómo puedo colaborar yo para que esas necesidades se vean satisfechas. Es importantísimo que este diálogo comience durante el enamoramiento, porque así podremos saber de antemano cuáles son nuestras necesidades.

3. El amor de los cónyuges es determinante para la vida de los hijos

Nuestros hijos necesitan de nuestro amor, porque nacen completamente desvalidos, y tenemos que dedicarnos a ellos durante un tiempo prolongado para que crezcan sanos y felices. Necesitan que los amemos los dos, mamá y papá, porque el amor de mamá y papá es distinto por naturaleza: mamá entrega un amor incondicional y protector, papá entrega un amor exigente y que lanza al mundo. De esa doble fuente de amor, que es reflejo del amor de Dios, nuestros hijos aprenden la misericordia y la justicia, y pueden salir a enfrentar el mundo sabiéndose amados por un amor completo.
Pero, por increíble que parezca, necesitan también que su papá y su mamá se amen. Ellos saben por instinto que son fruto del amor de su papá y de su mamá, y cuando ese amor falla, o desaparece, pueden crecer inseguros e incompletos. Cuando crecen en una relación de bajo conflicto con vocación de permanencia, todos sus indicadores de bienestar crecen.

4. ¿Qué pasa con las mamás solteras?

Las mamás solteras, que han sido generosas con la acogida de la vida, y que a pesar de las dificultades han decidido dar a luz a sus hijos, merecen todo el respeto, apoyo y consuelo de su familia y comunidad. Y si deciden casarse, merecen más apoyo, y la persona con la que se casen deberá aceptar y amar al hijo de su futura esposa con el mismo amor y dedicación que amará a sus propios hijos.
Las que no decidan casarse, muchas veces encuentran en sus hermanos o en su papá la figura masculina que sus hijos necesitan, y pueden criar hijos perfectamente sanos y felices. Dios no se deja ganar en generosidad, y esas madres solteras generosas y valientes muchas veces sienten particularmente la bendición de Dios por su valiente decisión.

5. Y entonces, ¿Cuántos hijos debemos tener?

La respuesta es: después de haberlo hablado con mi cónyuge, tendremos una «idea» (Queremos tener muchos hijos, queremos tener algunos, queremos un número determinado, etc). Esa es la respuesta «fría», pero hay una respuesta mucho más importante, que surge cada día y que cada día se actualiza, y es «¿Cuánto estamos dispuestos a amar?» Porque, como dije más arriba, cada hijo es fruto de nuestro amor, y necesita de nuestro amor y del amor de esposos que nos tengamos.
Y para que todo eso funcione, necesitamos que ese diálogo no se interrumpa nunca: diálogo de información, para saber cómo está mi esposa o esposo y poder ayudarlo o ayudarla de acuerdo a sus necesidades. Diálogo afectivo, de cariño y de entrega generosa. Diálogo espiritual, para comprender y amar los planes de Dios, y diálogo físico, ¡Del que pueden surgir nuevos hijos!

6. ¿La Iglesia recomienda los métodos naturales para «espaciar los nacimientos»?

¿Eso es «anticoncepción católica»? ¡No! La Iglesia, que es madre y maestra, nos enseña que en las relaciones conyugales es muy fácil que surja un egoísmo natural de querer usar al otro como un medio para obtener placer, y cuando pasa eso, se desnaturalizan las relaciones conyugales. Por ello recomienda que al tener relaciones sexuales dentro del matrimonio, cada acto conyugal esté abierto a la vida. Los métodos que respetan los ciclos naturales de fertilidad de la mujer, tienen en cuenta esto, y conociendo y respetando este ritmo, y mediante la continencia voluntaria, podremos seguir siendo generosos sin intoxicar al cuerpo de la mujer con químicos, ni poner ninguna barrera artificial al amor conyugal.

7. ¿Y si los hijos no llegan?

Los papás que desean serlo y no pueden por razones naturales, pueden investigar médica y lícitamente qué puede estar pasando fisiológicamente, y mediante la naprotecnología buscar un embarazo por métodos naturales. Y si este método no funciona, volver al diálogo espiritual, para ver qué es lo que Dios quiere sacar de esa realidad, y volcar la fecundidad natural del matrimonio en otra «fecundidad ampliada», como le llama el Papa Francisco en su Exhortación «Amoris Laetitia». Esa fecundidad ampliada se puede traducir en adopción de niños, o en una profunda fecundidad espiritual, mediante la cual nos convertimos en padres espirituales de aquellos a quienes llegue nuestro apostolado de esposos.
Como vemos, parece complejo, pero no lo es en realidad: el amor de los cónyuges es lo más importante para poder resolver este «intríngulis», de cuántos hijos podemos o debemos tener. Y fundamentalmente conocer y aceptar el plan de Dios en nuestras vidas: cada hijo que provenga del amor, es deseado y amado por Dios, y en nuestros corazones debemos amarlos y desearlos con la misma intensidad que Dios los ama y desea.
El Papa Francisco nos recuerda la importancia del amor entre los padres, cuando contó en Dublin una anécdota de cuando tenía cinco años: «Entré a casa, en el comedor, mi papá llegaba del trabajo, en ese momento vi a mi papá y mi mamá besándose; no lo olvido nunca, jamás, qué cosa hermosa, cansado del trabajo, mi papá y mi mamá tuvieron la fuerza de expresarse el amor. Que sus hijos los vean así, acariciándose, abrazándose, besándose, porque así sus hijos aprenden este dialecto del amor. Es la fe, ese dialecto del amor».

Andrés D'Angelo, catholic-link















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