miércoles, 29 de noviembre de 2017

¿Hasta donde perdonar a un padre y esposo que nos hizo daño?

Una conmovedora experiencia de cómo unos hijos ayudaron a su madre a cambiar su corazón

Mi  esposo nos abandonó a mí y a mis cuatro pequeños hijos después de mucha violencia física y emocional por su adicción al alcohol, lo hizo para iniciar una nueva relación, y ya no supimos de él por muchos años.
Sin recursos, pasamos por muchas penurias por la que dos de mis hijos no pudieron estudiar para ayudarme a sacar adelante a la familia, lo cual logramos en un ambiente cristiano en el que siempre procuré no hablar mal de su padre, aunque sin ocultarles para nada la verdad.
Al paso de los años nos sobrepusimos a un rechazo cuyo recuerdo fue cediendo como cuando alguien muere… hasta que una mañana, en una calle, el mayor de mis hijos se encontró con un individuo de aspecto indigente que salió a su encuentro. Era él.
Se identificó, y mi hijo con incredulidad hizo ademán de seguir adelante pero lo detuvo un sentimiento de compasión. Lo escuchó. Por sus palabras y parecido lo reconoció y supo que vivía solo, enfermo y en la miseria. Le dijo no querer nada de nosotros que no fuera perdón, y le pidió que llevara ese mensaje a toda la familia, sobre todo a mí.
Se despidió diciéndole que no lo volvería a molestar.
Mi primera reacción fue desear que ese encuentro no hubiera sucedido nunca, para mí simplemente no era justo que hubiera vuelto a aparecer en nuestras vidas, haciendo que en mi memoria volvieran a aparecer los vivos recuerdos de una injusticia que recayó sobre todo en las personas inocentes de mis hijos.
Debo admitir que, en esos momentos, en mi interior se dio un doloroso sentimiento de complacida revancha y gusto por el mal que estaba sufriendo.
Sentimientos que iban contra el espíritu cristiano que trataba de vivir y con el que había formado a mis hijos.
En un domingo de convivencia familiar, al ofrecer los alimentos rezamos el padre nuestro, y al decir: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, mis hijos me miraron a los ojos. Luego me dijeron que deseaban que perdonara a su padre de todo corazón y liberara mi espíritu de una vez y para siempre. Sabían lo mal que lo estaba pasando con ese inesperado encuentro.
El problema era que, además de mi profundo resentimiento,  yo pensaba que si lo perdonaba estaba traicionando el gran amor que sentía por ellos.
Ante su petición, me encontraba en la encrucijada de que perdonar y olvidar  son dos cosas distintas, ya que el “querer perdonar” es cosa de la voluntad, pero por voluntad no se olvidan las cosas, así como así.
¿Cómo olvidar lo malos tratos? ¿Cómo olvidar los días en que a mis hijos solo pude mal alimentarlos? ¿El que dos de mis hijos tuvieran que empezar a trabajar desde pequeños sin poder realizar estudios? ¿Su penosa ausencia en las enfermedades y tantas pruebas? ¿Cómo olvidar las carencias afectivas de mis hijos que provinieron precisamente de quien más necesitaba amor y protección?
No, no quería olvidar,  y eso equivalía a no querer perdonar, de eso me daba cuenta con toda claridad,  y se los dije.
Aun así, mi hijo mayor me dijo que deseaban acogerlo en su propia casa ya que andaba en condición de menesteroso y enfermo, pero que no lo harían si yo no estaba de acuerdo, pues ellos, al igual que yo, pensaban que hacerlo sin esa condición, también sentirían que estaban traicionando el amor entre nosotros.
En ese momento alcé la voz  diciendo que ya eran adultos, y que en todo caso: ellos serían quienes  le atenderían,  que en mi casa jamás volvería a entrar, ni yo lo vería jamás en lo personal.
Entonces me pidieron que tan solo admitiera en mi corazón  “querer olvidar y  querer perdonar” dejando en manos de Dios el poder hacerlo, y que por lo demás, el ofensor ya estaba pagando con evidente sufrimiento.
Luego guardaron silencio, un silencio que en la consciencia me grito durante varios días que no estaba dando el testimonio que ellos esperaban, de quien desde niños  les había enseñado a creer en el Dios del perdón.
Reconocí que no debía admitir que una nube del pasado cubriera de sombra el presente que con tanto esfuerzo y a Dios gracias habíamos construido,  que un buen presente quizá no pueda borrar lo malo  del pasado, pero si cambiarle de signo.
Y accedí sinceramente a “querer olvidar y  querer perdonar” tratando de liberar a su padre de su deuda moral  y liberarme a mí misma del alto precio de mi viejo y constante resentimiento.
Consentí entonces en que viviera en la casa de mi hijo, solo con la condición de guardar mi prudente distancia. Y comencé a rescatar mi paz y libertad interior.
El final no es color de rosa, me decidí por el perdón, sí, pero ahora debo esforzarme en mantener mi decisión en el transcurso del tiempo, cada vez que recuerde la ofensa, que sienta la herida,  ya que de no hacerlo corro el peligro de volver a consentir el resentimiento y retirar el perdón.
Necesitaré mucha humildad y fortaleza, pero quiero lograrlo.
Perdonar es un acto de la voluntad, por tanto, es posible tomar la decisión de perdonar, aunque el sentimiento sea adverso. Ciertamente, hay que tratar de eliminar los sentimientos negativos que hayan quedado después de haber perdonado, por ejemplo, cambiando la herida en compasión y trasformando la ofensa en intercesión.
Perdonar es la más alta manifestación de amor a Dios y, en consecuencia, es lo que más trasforma el corazón humano.
Orfa Astorga, aleteia
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